Queridos amigos:
En los últimos meses casi no he escrito. Mi ausencia se debe a que he tenido asuntos que me demandan tiempo y solución; a veces en silencio y soledad, en reflexión y escritura. Pero una escritura íntima, lejos del barullo exterior. Mi necesidad obedece más a un deseo de convertirme en vacío. Son tantos los mundos habitándome que las fronteras de mi mente resultan insuficientes. Escribir es la manera que he encontrado de hacer el equipaje más ligero en esta travesía llamada vida; o en términos vulgares, de no caer en la locura o el suicidio.
Pero hablemos de algo interesante.
Hoy me dirijo a ustedes para compartir algunas cavilaciones sobre el género epistolar: las cartas. ¿Cómo y dónde surgió esta necesidad de escribir sobre el género? Creo que fue una tarde de café cuando disertaba con un amigo sobre el tema. Entonces me di a la tarea de buscar libros sobre cartas o que hicieran uso de ellas como recurso literario para contar una historia.
¿Por qué una persona elige escribir una carta, sea enviada o no? En una epístola dirigida a Milena Jesenka, Kafka define que “escribir cartas significa desnudarse frente a los fantasmas que lo esperan ávidamente”. Leonor Benedetto, en su libro Querida Leonor, afirma que “hay una historia de la humanidad que puede ser contada rastreando las comunicaciones políticas, intelectuales, amorosas, sexuales, domésticas, públicas y privadas a lo largo del tiempo. Si el invento de la escritura fue uno de los rasgos más importantes, la carta es su elemento paradigmático: la máxima intimidad entre dos personas que no están juntas es ese pedazo de papel escrito”.
Yo conocí el género de la epístola con mi madre. Ella solía escribir cartas que nunca enviaba; cartas al amor y al reencuentro; una búsqueda interior como escritora; un género que le acomodaba a la perfección porque era un momento de intimidad con ella misma, con su soledad y su esencia.
Cuando era niño tuve una novia. El roce de las manos o un beso en la mejilla eran ya un triunfo: manifestaciones de un amor inocente que no sabía cómo traducir las ganas de conocer al otro, de encontrarse en sus ojos y en su ser. A esa edad, la intimidad nos encontraba en una carta, un lugar donde podíamos decirnos y tocarnos con la más pura expresión de un ser humano que desea compartir algo suyo con otra persona.
Y no fuimos los únicos. Mi generación gozó de conocer así al sexo opuesto. Ignoro cómo le harán hoy los jóvenes más jóvenes para buscar esa intimidad, lejos de la burla y las sonrisas cómplices de las amistades que gritan “¡se gustan y son novios!”.
Sin embargo, queridos amigos, surge una interrogante al asunto por el cual me atreví a escribirles. Me parece que nosotros, hombres y mujeres de la modernidad y el mundo virtual, ya no escribimos cartas. Está la frialdad del correo electrónico y el mensaje instantáneo a través de los dispositivos móviles. ¿Por qué las nuevas generaciones han de dejado de hacerlo también? Pareciera que las distancias se acortan con los medios de comunicación y la rapidez de internet. Una carta era un anhelo de reencontrarse con el otro, de espera y de esperanza por recibir el instante de mirar nuevamente a la persona y vaciar la vida en una charla: siempre hay una carta entre el antes y el después.
Ahora nos hemos vuelto más ajenos al sentir del otro. Ya no buscamos tocar su intimidad con la nuestra a través de un papel. ¿Para qué ir a la oficina postal si puedo recurrir a la tecnología y a su frialdad? La verdad es que nos aterra sabernos vulnerables ante nosotros mismos y que otros descubran esa maravillosa desnudez de nuestra esencia.
Hay que ver que este descuido es reciente. La historia de la humanidad ha sido marcada por la epístola. Podemos saber esa otra historia gracias a las cartas. Conocer incluso el pensamiento social y político de una época; adentrarnos en estilos lingüísticos que han caído en desuso pero que nos permiten ver la evolución misma del lenguaje.
En literatura se recurría con frecuencia a la epístola. Hay cuentos escritos en forma de carta o cartas que forman parte de una novela.
Pero eso era antes. Al igual que el uso del diario o los bestiarios de animales, el género epistolar ha caído en desuso; no sólo en literatura, sino como medio para comunicarnos con otro ser humano.
Se podría aprovechar el uso del correo electrónico. Porque el alma encuentra vías para manifestarse y mostrarse a otros tal como es: eterna. Pero la rapidez que nos demanda la sociedad nos impide adentrarnos en ella y compartirla con alguien más.
De nosotros depende que no se pierda esa intimidad. Removamos los harapos del miedo que nos cubren y dejemos que nos habiten los fantasmas. Seamos el vacío y gocemos con desnudarnos frente a otro con las letras. Un día moriremos, pero una carta nos acercará a la inmortalidad.
Con mi afecto y abrazo,
LF.