2 de abril del 2020.
Las escaleras son una promesa. Conectan mundos; son la mano plegada que asiste al arriba y al abajo para crear la unidad. Se les prefiere contemplar ascendentes, porque es mejor alcanzar el cielo que bajar al infierno. Pero no sólo se desciende a los abismos. Se desciende también por el deseo, por el sótano y la historia, o para llegar simplemente al suelo ante la asfixia de la altura. Eso significa que se les puede encontrar adentro o afuera.
José Alvarado sostiene que hay muchos tipos de escaleras. Las feas, por donde la gente asciende “casi con odio, casi con dolor, casi ausente de lo humano, casi como un bulto de rencores”. Afirma que los novelistas no nos fijamos en ellas ni en su “madera fatigada”. Y sin embargo, los personajes y los novelistas mismos han de subirlas o bajarlas. Pero somos descorteses con ellas, pues si acaso evocamos a la escalera que cruje, como si rechinar fuera la única manifestación de su quebradiza formar de estar.
Habría que reconocerles su capacidad de espera, su paciencia, observando siempre, quietas y apacibles. Es cierto, las escaleras tristes suelen gemir, las de piedra se hacen notar con ecos sólidos, seguros, y las que están cubiertas de musgo parlotean con susurros verdes y callan cuando nadie las camina. Hay otras, las escaleras que lloran; esas son las más peligrosas, resbaladizas, burlonas: hay que evitarlas, aunque no siempre se puede.
Quizá esta contemplación fue la que inspiró a Cortázar para darnos el apropiado reglamento y la forma como se debe caminar una escalera. Afirma que “el suelo se pliega” y es capaz de observar el mecanismo y creación de cada escalón, ya sea en una escalera espiral o en línea quebrada, cuya altura es siempre variable. Utiliza la palabra “peldaño”, que se antoja precisa en su fonética e ilustración.
Cortázar enfatiza que las escaleras “se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”. Me atrevería a debatirlo si pensamos en la escalera de una pirámide, la cual, es más fácil de andar si lo hacemos de costado, en líneas quebradas y no de manera lineal.
Y es cierta otra cosa: el primer peldaño es el más difícil. Pero el último es el que trae la victoria, la contemplación de las alturas o la seguridad del piso, el éxito rotundo de haber terminado el desplazamiento correspondiente entre el arriba y el abajo, el misterio revelado por el paso horizontal que nos ofrece la culminación de su estructura.
“And she's buying a stairway to heaven”, canta Robert Plant, y la escalera se reitera en promesa que cada quien toma como suya, con la expectativa clara de que siempre hay algo mejor al final.