Luis Fernando Escalona


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La creatura

Era ya de noche cuando llegué a la cantina. No había mucha gente. Alguna pareja entre las mesas, dos tipos jugando billar, y en la barra un grupo de borrachos que escuchaba a un hombre, de barba gris y gabardina negra, sentado en la parte más oscura del lugar. Tenía la piel morena y le faltaban algunos dientes.

Me senté en la barra.

—Hola, Charlie —saludé al cantinero.

—¡Qué milagro!

Esbocé una sonrisa.

—Whisky, por favor.

Prendí un cigarrillo y mientras esperaba, escuché al hombre de la gabardina. Todos estaban atentos, se reían y le hacían preguntas.

—Aquí tienes —dijo Charlie, poniendo un vaso pequeño y una botella de cerveza–. Esa va por la casa.

Le di un sorbo al whisky; me gustaba la sensación que me producía en todo el cuerpo, parecía quemar pero me relajaba. Di una fumaba al cigarro y fijé mi vista en el grupo de hombres al fondo.

—Pero eso no es nada —dijo el de la gabardina negra. De pronto se puso muy serio—. Lo que voy a contarles lo vi con mis propios ojos.

Todos guardaron silencio. Yo también lo hice y me dispuse a escuchar.

*****

Era una mañana soleada de domingo. Salí como todos los días a caminar por la orilla del lago, que aún estaba cubierto por el lirio. Sí, esto fue hace muchos años y todavía hoy me persiguen los recuerdos.

Ese día, dos jinetes se encontraban cabalgando cerca de la orilla; eran un muchacho y un hombre maduro. Nunca los había visto por ahí, así que me quedé entre los árboles para poder mirar lo que hacían.

De pronto, escuché un ruido en el agua. El caballo del hombre dio un mal paso, saltó y cayó con todo y jinete al agua.

—¿Estás bien, papá? —preguntó el joven. Yo me asomé para ver un poco. El agua lo cubría hasta el cuello.

—Sí, espera —dijo el hombre tratando de acercarse a la orilla, donde lo esperaba su hijo para ayudarlo.

De repente, el hombre dejó de avanzar. Se jaloneaba, como queriendo liberarse de algo.

—¡Me atoré! —gritó.

—¡Ayuda, auxilio! —vociferó el muchacho.

A los pocos minutos, llegaron varias personas del lugar. Con cuerdas, intentaron sacar al hombre y a su caballo.

Un tipo fuerte se sumergió, y lazando al animal lograron sacarlo. Ayudado por una cuerda, intentó liberar al jinete del lirio que lo apresaba y que lo llevaba al fondo, lentamente.

—¡Sal de ahí, tú también te hundirás! —gritó alguien.

Yo salí de mi escondite y me acerqué. El joven, desesperado, miraba cómo su padre se iba hundiendo.

Nadie pudo hacer nada: el hombre desapareció.

Después de algunas horas, lograron sacar el cuerpo. Al poco tiempo, se olvidó el incidente, y al joven nunca se le volvió a ver por el lugar.

Pasados los años, el lago quedó libre del lirio que lo había acosado. El lugar renació. Una cruz recordó a un hombre que se había ahogado ahí y nadie supo su nombre.

Yo continué mis caminatas todos los días, y había tardes en las que podía ver una mano llena de lirio y de lodo emergiendo de las aguas. Había ocasiones en las que decidía realizar mis paseos durante la noche y les juro, podía ver a la creatura de cuerpo completo amenazando a todo aquel que no había podido sacarlo del lago.

A mí comenzó a asustarme. Pensé que me había trastornado el accidente, tenía miedo y no sabía a quién acudir. Así que fui a la iglesia a confesarme, le conté todo al sacerdote, le dije que me sentía culpable por no haber hecho nada cuando el jinete cayó al agua. Yo estaba en el confesionario, cuando de pronto, escuché que su puerta se abría, la cortina se movió y una mano cubierta de lirio apareció. Desde entonces no me paro cerca del lago por miedo a ver a la creatura viva otra vez.

*****

El hombre terminó su historia. Cuando me sentí borracho, pagué la cuenta y salí del lugar. Era de madrugada. El hombre de la gabardina estaba en la esquina de la calle. Se acercó despacio.

—¿Me regala lumbre? —preguntó, levantando su cigarrillo.

Yo busqué en las bolsas del pantalón.

—Lo que dije allá adentro es verdad —me dijo—. Ellos me tachan de loco pero si hubiera visto lo que yo. Es mejor que nunca se acerque al lago, amigo. ¡Nunca lo haga!

Encontré mi encendedor. Extendí mi mano hacia su cigarro. Lo prendió. Su rostro bajo la flama fue el terror en carne propia al ver los lirios que salían de mis brazos.