Hasta ese momento, Miguel Aguilar pensó que la excavación sería todo un fracaso, pero lo que vieron sus ojos aquella tarde calurosa, cambiaría el rumbo de las cosas.
Complejos estudios lo habían llevado a creer que existía un templo enterrado bajo la arena del desierto, a las afueras del Pueblo de Pascua. Finalmente, después de lidiar con el Instituto de Arqueología, pudo conseguir el financiamiento para la obra.
Había pasado algún tiempo sin obtener resultados y Miguel comenzaba a sentirse presionado, ya que el instituto le había advertido que, de no regresar con algo que valiera la pena, lo vetarían. Pero Miguel era un hombre que no se daba por vencido, a pesar de que los dos trabajos anteriores habían fracasado. Había pensado mucho en ello cuando fue al banco para la transacción.
Sabía que estaba por descubrir algo.
Mientras él y sus colegas revisaban los planos de la excavación y la posible ubicación del templo, un grito se escuchó al otro lado, cerca de uno de los pozos.
Cuando llegaron, vieron un profundo agujero en la tierra. Uno de los trabajadores había caído engañado por la arena.
—Patrón, tiene que ver esto —dijo el hombre quitándose el polvo de encima.
Lo que ocurrió después, nadie más que el trabajador lo vio.
El agujero tenía una altura de casi tres metros y los rayos del sol llegaban hasta su centro. Lo demás era oscuridad. Pero Andrés, el trabajador, pudo ver ciertas líneas grabadas en la pared. No podía distinguir su forma pero se sentía emocionado pues, sin quererlo, había descubierto un pasadizo secreto.
Mientras traían una cuerda para sacarlo, Andrés pasaba sus manos por las paredes. Pronto se llenaron de arena al sentir la textura rugosa y el relieve trabajado en la piedra. Entonces, tocó una figura que tenía la forma de un óvalo. Se escuchó un ruido hueco y la pared se movió.
Andrés alcanzó a percibir unas voces que le preguntaban si estaba bien. Él no les prestó atención. Estaba más ocupado viendo las figuras en la pared, la cual comenzó a separarse de las demás y entonces, una especia de nube color verde brotó de las uniones entre ambos muros. Andrés recibió el vapor en la cara. Quedó cegado y el ardor comenzó a invadirle la piel de los pómulos…
Cuando sacaron el cuerpo presentaba erupciones verdes en la piel. Tenía los ojos abiertos y su expresión era de horror.
Durante horas, trabajaron para ampliar el hoyo y tener mayor visibilidad. Finalmente, les fue más fácil apreciar los jeroglíficos grabados en la pared. La otra, la que había sido removida por Andrés estaba abierta. Miguel, sus colegas y un grupo de trabajadores entraron en el túnel. Afuera, esperarían a los doctores de la ciudad para la necropsia de Andrés.
Entre tanto, Miguel y su equipo avanzaban a lo largo del túnel. Era un pasillo largo con paredes talladas y extraños símbolos en cada lado. Al fondo, había otra puerta. En ella había un grabado diferente a los demás. Miguel pudo descifrarlo con cierta dificultad, pero lo que concluyó le hizo temblar.
Se trataba de un hombre rodeado por un círculo con picos que se desplazaban como destellos a lo largo de la figura humana. En el siguiente pictograma, el sujeto aparecía mutilado y el círculo diluido. Entonces lo comprendió.
Quien quiera que haya sido, había puesto esa advertencia en la entrada de aquel templo subterráneo.
Después, Miguel supo por los doctores que las llagas en el cuerpo de Andrés no eran algo común, por lo que las llevarían a un laboratorio. El caso era delicado y sería tratado como prioridad.
Entonces, un extraño fenómeno comenzó a originarse en el Pueblo de Pascua. Durante los días que esperaron los análisis, mucha gente, entre ellos trabajadores de Miguel, murieron de manera extraña. Todos presentaban algo en común: llagas verdes que se expandían con rapidez en el cuerpo.
A los pocos días, llegaron los resultados: el pueblo no tenía cura ni esperanza. Todo lo que faltaba era esperar. Pero había algo más. Los doctores se habían llevado los análisis a la ciudad. A estas alturas, la gran epidemia ya no tendría control.
—¿Señor Aguilar? —preguntó el gerente del banco—. ¿Señor Aguilar?
Miguel reaccionó.
—Ya tenemos lista la transferencia. Sólo falta firmar unos documentos.
Miguel estaba en ello cuando un brusco estornudo lo interrumpió.
—Salud, señor —deseó el gerente—. Tiene que cuidarse esa gripa.
Miguel se estremeció.