Luis Fernando Escalona


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La sombra del colibrí

“Ver un colibrí es ver una aparición”.

Raúl Bañuelos

La casa de mi tío era una vieja casa de tipo colonial, fría y silenciosa. Unos destellos de sol se filtraban a través de las persianas y la penumbra me produjo una sensación de soledad. Al fondo había una puerta. Al cruzarla, vislumbré el lugar. Era amplio. En las tres paredes a mi alrededor había libreros con enciclopedias y obras selectas. En el centro, un escritorio y al fondo, un enorme ventanal con una puerta de vidrio que daba hacia el jardín.

Crucé la estancia y salí al balcón. El jardín era pequeño, bardeado a sus lados y con una fuente en el centro. Por arriba de mi cabeza, pendía un bebedero para aves y ahí, un grupo de cuatro colibríes revoloteaba. Bajé la mirada. Había una mecedora que se movía hacia delante y hacia atrás. Respiré profundo y me acerqué.

—Tío Horacio —balbuceé.

Era un hombre de huesos anchos. Su pelo alborotado parecía una bola de nieve que contrastaba con su piel morena. Estaba perfectamente afeitado y por arriba de sus pómulos, se prolongaban dos oscuras ojeras.

—Se supone que llegarías hace tiempo —dijo el hombre sin mirarme.

—Me fue difícil encontrar el camino.

—Sí, eso dicen.

Incliné la cabeza hacia delante.

—Tienes que darme las medicinas en las horas señaladas —explicó mi tío—. Las indicaciones deben estar en el escritorio. Te harás cargo de la limpieza y de la comida. No muevas nada de su lugar. Si necesitas dinero, tómalo del cajón. Puedes estudiar y subir los libros que necesites. Por lo demás, te recomiendo que no salgas de la casa. No me gusta preocuparme de más, ¿entendido?

Asentí.

—Bueno, ¿qué esperas? A trabajar.

El tío Horacio suspiró. Me dispuse a dar vuelta cuando escuché su voz. Ésta vez, no sonaba dura como antes.

—Celeste…

—Dígame, tío.

—Tienes los ojos de Laura. Parece como si hubiera sido ayer…

—Gracias, tío —respondí agachando la cabeza—. ¡Qué hermosos colibríes! ¿Hace tiempo que los tiene aquí?

Mi tío no respondió.

—Cuando quiera hablarme de la tía Laura, siéntase con confianza…

—Es que no te puedes callar, niña.

Salí del estudio cerrando la puerta a mis espaldas.

Durante los siguientes días, el tiempo se hizo cada vez más lento. Pasaba las tardes leyendo en mi cuarto una vez que terminaba mis quehaceres. Le daba la medicina a mi tío y casi no hablábamos.

Una noche, escuché ruidos en mi habitación. Las cortinas se movían. Hacía mucho frío. Prendí la luz. Tuve la certeza de tener frente a mí, el cuerpo completo de una aparición.

Grité. Cerré los ojos y cuando los abrí, me encontré sola.

Tuve que sentarme un momento. Me quedé despierta durante un rato pensando en lo que había creído ver. Sin darme cuenta, me fui quedando dormida y la sensación de frío desapareció.

A la mañana siguiente, cuando entré en el estudio, el tío Horacio reposaba en su mecedora, mirando como siempre sus colibríes.

—¿Necesita que le ponga más líquido a las aves? —pregunté.

No respondió.

Me di la vuelta y mientras limpiaba el estudio, me encontré con algunas cosas interesantes. En los libreros había enciclopedias y libros antiguos, entre ellos, un Quijote del siglo XIX. En las paredes, diplomas y reconocimientos; mi tío había sido catedrático. Sobre el estudio, había manuscritos y cuadernos con algunas reflexiones anotadas. Me extrañó no encontrarme ninguna fotografía de la tía Laura.

—¿Te falta mucho, niña? —preguntó mi tío.

—No mucho.

—¿Por qué no vienes a ver los colibríes?

Por un momento dudé, pero decidí apresurarme y cuando me disponía a salir, miré del lado oculto de la mesa algo que llamó mi atención. Era un baúl de madera.

—¿Vienes, niña? —insistió.

Caminé de prisa, salí y me puse a su lado.

—Siéntate aquí y no hagas ruido —dijo señalando el brazo izquierdo de la mecedora.

Los colibríes volaban en todas direcciones. Me era difícil mirarlos con detenimiento.

—Hay uno que tiene la cabeza azul y el cuerpo verde —explicó mi tío—. ¿Sabías que si te quedas muy quieta, te toman confianza?

—¿De verdad? —pregunté fascinada.

—Los colibríes —explicó—, son los únicos pájaros que pueden volar hacia atrás… pueden congelar un instante en el cielo.

Pensé que a partir de ese momento, mi tío hablaría más conmigo. Pero un día, mientras lavaba los trastes, entró en la cocina.

—¡Moviste el Quijote! —gritó.

Me volví, sorprendida.

—No, tío, yo no…

—¡Te dije que no movieras nada!

—Pero yo no lo moví.

—¡Ven de inmediato!

Lo seguí hasta el estudio.

—Y eso, ¿qué significa? —preguntó, señalando el enorme libro que se encontraba sobre su escritorio.

—Yo no lo moví, tío. Siempre que limpio vuelvo a poner las cosas en su lugar.

—Y entonces, ¿quién?

No supe qué responder. Era la verdad.

—Mentirosa. Desaparece de mi vista.

Aquello me dolió y esa noche, lloré.

No sé cuál fue la razón, pero después de algunos días, me invadió una idea descabellada: la aparición en mi cuarto. ¿Podría tener alguna relación con lo del libro? Pensé incluso comentarlo con mi tío, pero algo me lo impidió. El tío Horacio comenzó a estar muy enfermo. Al mismo tiempo, sucedieron cosas extrañas en la casa. En varias ocasiones, encontré cosas fuera de su lugar. Por fortuna, mi tío no se percató. En la planta alta, algunos libros estaban ordenados por montones y amarrados con una cuerda, había cajas con pergaminos y libretas. Abajo, los adornos de la casa fueron desapareciendo poco a poco.

Y sucedió que una madrugada, ya cuando el amanecer se asomaba, bajé la escalera y me detuve frente a la puerta del estudio. Suspiré profundo y abrí.

La estancia estaba oscura. Cerré. Me acerqué con cautela al baúl. Estaba abierto.

Adentro había una manta, libros escritos por mi tío, fotografías y una caja de madera. Cuando me disponía a tomarla entre mis manos, mi tío apareció por detrás. No pude evitarlo y grité.

—¿Qué haces aquí, niña? —rugió—. ¡Sabes que no puedes entrar así nada más!

En ese momento, escuchamos el ruido de la puerta que se abría. Miramos hacia el jardín y aquella visión me aterró. La luz descendió con mayor intensidad. Un colibrí volaba cerca del bebedero y su sombra fue proyectada en la pared. Era larga y delgada, con la forma de una mujer. Mi tío la miró perplejo.

—¡Laura!

La luz del estudio se encendió. Sentí escalofrío. Una mujer con el cabello negro cruzó la estancia. Tenía los ojos azules. Su mirada era melancólica y sonreía con dificultad. Se acercó al baúl, sacó la caja de madera y la levantó a la altura de su rostro.

—Es hora de dejarte partir. Me hubiera gustado que mi sobrina Celeste te conociera. Si mi hermana no hubiese chocado…

Movió la caja y pude leer la placa que tenía: Horacio Quiroz (1925 — 1995).

—¡Laura, Laura, aquí estoy! —gritó mi tío, desesperado.

—Mi Horacio querido, vete en paz.

Mi tío me miró sin comprender, mientras se desvanecía en el cuarto. Por un momento, me pareció que sonreía.

Comenzó a amanecer y miré la ventana. Un pequeño colibrí volaba alrededor del bebedero. Hizo unas piruetas en el aire y echó a volar, lejos, muy lejos de ahí.

Alcancé a mirar a la tía Laura guardando la caja dentro del cofre.

—Qué frío hace aquí —susurró tomándose de los brazos.

Cerré los ojos y me desvanecí.

Supuse que después, todo fue silencio en la casa de mi tío y de su viuda Laura.