11 de noviembre del 2014
Pocas veces suelo escribir sobre otros libros. No porque no quiera; al contrario. En ocasiones, me dejan tanto que prefiero darme tiempo de extrañar a los personajes o traducir el momento con otros textos, actividades o percepciones nuevas, quizá prestadas, sobre el mundo que me rodea.
Sin embargo, quise detenerme en esta lectura porque poco se sabe de ella o de la autora, y muchas veces descubrir un libro que ha caído en el olvido es casi una revelación. Se trata de Muerte por agua, escrito por la cubana Julieta Campos (1932 – 2007).
Este libro ha sido colocado en un género extraño y a veces complejo, conocido como antinovela, un movimiento que tuvo sus principales representantes en Francia. Para ellos "el personaje pasa a un segundo plano y la conciencia se disuelve en percepción pura". Las cosas toman una importancia mayor que los mismos personajes; es su percepción, y no ellos, el embrujo de la propuesta. El pasado puede vivirse en el presente porque anida en la mente.
Al estar leyendo Muerte por agua, recordé otro libro de esta corriente, La paloma, el sótano y la torre, del mexicano Efrén Hernández, donde el pensamiento del personaje se desvía muchas veces de la anécdota que cuenta. El caso de Julieta Campos me parece más interesante, porque requiere la participación y atención activa del lector.
El libro comienza con un diálogo entre tres personas. No hay acotaciones de quiénes son; tal sólo existen los diálogos a través de los cuales los vamos conocidos. Pero hay más. El fluir de los pensamientos de cada uno de ellos que, reforzados por el diálogo, nos deja entrever la personalidad de cada quien.
Conforme avanza la narración, podemos ver a Laura, una mujer joven, casada con Andrés, quien sale a trabajar todo el día, y a Eloísa, la madre de Laura. En el libro transcurre un día en la vida de estas personas (aunque el tiempo es engañoso porque habita en la mente y quizá podría haber pasado una vida entera en un día para ellos). Vemos a las dos mujeres tejiendo, haciendo cosas propias de un ama de casa y de su madre. En realidad pareciera algo tan ordinario que no nos asombra.
Pero el asombro viene después. Cuando se comienza a vislumbrar el agua que cae por todas partes, porque si no lo he dicho, el elemento sobre el cual reposa esta narración, es sobre el abrazo líquido de la lluvia, del mar, de las goteras que parecen habitarlo todo. El pensamiento de las dos mujeres, como el de cualquiera, va de pronto de la silla al sol que se filtra por la ventana, al polvo que brilla en el resplandor cónico que caliente la alfombra; en los árboles cerca de la reja y en la mujer que lo piensa fundiéndose con las ramas, siendo el árbol mismo recostado sobre la cama, abarcándolo todo. Porque así es el pensamiento del ser humano. Transcurre del presente al pasado, de una madre a un marido, reflexiona sobre alguna circunstancia, sobre alguna sensación, algún recuerdo se vuelve a vivir, se mira el entorno y se traspasa las paredes, se vuelve uno parte de las rocas. Y de pronto regresa y se sitúa en el ahora para darse cuenta de que todo eso ha dejado de existir.
“En ese libro”, dice la autora en una entrevista para Material de Lectura, “las palabras son como una tela de araña que recoge lo que flota en el aire, lo que podría volar y desperdigarse. Lo que flota en el aire son las vibraciones que emiten tres seres cuyas identidades son difusas, se prolongan más allá de los límites de sus cuerpos e invaden territorios ajenos… En Muerte por agua los tres personajes, diluidas sus diferencias por obra de esa lluvia interminable que borra límites, anega, aísla, no salen de su claustro: un espacio cerrado y a-isla-do del exterior. La lluvia vuelve a la casa isla, prolongación de ese mar que encierra a la otra isla, más grande, donde está la casa y la protege, como a un castillo rodeado de un foso, del mundo exterior”.
Pareciera incluso que la conciencia de los personajes muere cuando deja de llover, como si el mundo mismo perdiera su cauce y se derrumbara sobre los brazos alargados del círculo solar.
El poder de lo poético, de la imagen y los objetos rodean la atmósfera sobre la cual se mueven estas tres entidades. Y al final del libro, el confluir de la mente podría seguir de filo sobre las palmas de la hoja o sobre las tapas del libro para filtrarse por dentro de quien lo sujeta. Y es que la historia continúa en la conciencia del lector, quien en su realidad, lejos ya del libro entre sus manos, le da vida para que lo lleve de pasado a presente, de la rama a la hormiga, de lo eterno a lo finito. Y así hasta el fin del fin.
Se puede saborear sutilmente la relación que existe entre los tres personajes y suponer lo que hay más allá de ese día que nos comparte la autora. Pero como dije, el conflicto que pudiera haber entre ellos no es importante. Porque en realidad no hay conflicto alguno. Sobre ellos está presente la marejada de pensamientos que se convierten en las palabras, que las forman y les dan vida. Pareciera de pronto que éstas son las protagonistas de la trama “como si las palabras le tendieran a los pies una pendiente suave hecha expresamente para deslizarse, mientras que las cosas, sin sus nombres, sin las palabras, pierden el equilibrio y se quedan flotando, liberadas de la gravedad, a la deriva, girando sin detenerse en un espacio infinito, sin atmósfera”.
Basta pues una imagen inicial para dejar que toda una cascada de pensamientos nos habite y le dejemos ser a través de nuestros ojos. De nuestro vacío que será llenado por ellos. Como agua sobre un vaso, sobre un río o sobre un mar. Sobre el mundo de los vivos. Y sobre el de los muertos.