Luis Fernando Escalona


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Sola en la oscuridad

Natalia despertó alrededor de las nueve. A pesar de que la mañana de ese sábado estaba nublada, se sentía de buen humor. Se vistió y bajó a desayunar. En la cocina había un recuerdo de su madre:

Buenos días, Nat. Salí a una reunión. La ciudad está inundada. ¡Uf! Llegaré por la tarde. Deséame suerte. Hay huevos y jugo de naranja para desayunar. Besos. P.D. Necesito que subas las cajas del archivo. ¡ES MUY IMPORTANTE!

Natalia suspiró. Encendió el radio y desayunó con calma. Lavó los platos y mientras lo hacía, tarareaba una canción. Cuando acabó, hojeó alguna revista, se asomó por los ventanales que daban hacia el patio trasero, caminó de un lado a otro. Finalmente, se sentó en uno de los sillones de la sala y jugó con su cabello. Lo dejó en paz. Entonces, miró la puerta que llevaba hacia el sótano.

En el radio, el locutor hablaba de las lluvias y de las precauciones que debía tomar la gente. Natalia no quiso seguir escuchando; tomó el control del estéreo y lo apagó. Pensaba en muchas cosas. Tenía el deseo de que las cajas del archivo aparecieran ahí por arte de magia. Pero no.

Rápidamente, se levantó y caminó hacia la puerta de madera que daba a las entrañas de la casa. Al mal paso darle prisa, pensó.

Tomó la llave y con la mano temblorosa, la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió. Oscuridad. Sintió una brisa de aire frío que salía del interior. Olía a humedad. Accionó el interruptor, pero el foco no prendió. Genial, se dijo. Fue a buscar una linterna y entonces descendió. Los peldaños crujían.

La iluminación era escasa pero ayudaba. Cuando estuvo abajo sintió frío. No quería tardarse mucho, así que comenzó a alumbrar en todas direcciones. Había muebles viejos, cajas arrumbadas, cuadros, fotografías y otras curiosidades. Del estante que se encontraba al fondo, removió algunas telas y ahí encontró dos cajas con un letrero, cada una, que decía ARCHIVO.

Una era más pesada que la otra y cuando quiso depositarla en el suelo, se le resbaló de las manos y todos los papales se dispersaron por el suelo. Estúpida, se dijo.

Empezó a juntar los documentos, cuando escuchó un agudo sonido en lo más oscuro de la habitación. Natalia dejó caer los papeles. Sus ojos estaban muy abiertos. Con la linterna revisó el lugar. No había nada. Tal vez fue alguna rata, pensó. Tal vez. Entonces, escuchó un trueno. Natalia gritó. La tormenta había comenzado.

La corriente de aire se hacía cada vez más fuerte y la puerta comenzó a sacudirse. ¡No, no!, gritó a viva voz; pero de pronto, la puerta estalló contra el muro. El sonido hizo que la linterna se le cayera de las manos. Se abrió y las pilas rodaron por el suelo. Entonces, quedó sumida en la oscuridad.

Natalia volvió a gritar. Su respiración era agitada. La puerta, se dijo. La puerta se abría sólo desde afuera. A menos que tuviera la llave, pero…

Silencio. Natalia cerró los ojos. Sollozó. Tenía las piernas apretadas contra el pecho y estaba acurrucada a un lado de la vieja escalera. Se cubrió el rostro con ambas manos. Comenzó a llorar.

Lo único que tienes que hacer es esperar a tu madre unas cuantas horas, nada más, dijo su voz interior. Se estremeció. Recargó la espalda sobre el mueble y se quedó ahí, cansada y adormilada. Después de un rato, comenzó a escuchar ruido otra vez. Algo se estaba moviendo.

Natalia se levantó. Colocó sus manos en el suelo para apoyarse y sintió algo entre sus dedos. Algo peludo y pequeño que se movía.

Se levantó tan rápido como pudo. Escuchó algo que crujía. Era como un pie que caía pesadamente en el suelo.

¡Paren, paren, por favor!, suplicó. Gritó y lloró tan fuerte como pudo. Golpeó las paredes haciéndose daño en los nudillos. Pisó, sin darse cuenta, el cuerpo del bicho y sintió cómo sus pequeñas entrañas se escurrían por debajo de su zapato. Volvió a gritar y en medio de su propia confusión, le pareció ver un destello de luz, como si el foco hubiese querido prenderse solo; y en medio de ese destello, vio una figura humana que se alzaba sobre ella. Vio un rostro pálido, con los ojos inyectados de sangre. Natalia volvió a gritar. Sintió que todo le daba vueltas y quedó sumida en la más profunda oscuridad.

Pasaron los minutos, las horas.

—¿Natalia? —preguntó su madre al llegar.

La mujer vio la llave en la cerradura. Abrió la puerta y sacó un encendedor para ayudarse a bajar.

—¿Natalia?

Entonces, algo se movió. Sus cabellos dorados estaban revueltos, sus ojos hinchados de lágrimas. Estaba sucia y pálida.

—Ven a jugar, madre —dijo Natalia mientras se acercaba hacia ella con cautela—. Te vas a divertir mucho. Aquí todos nos volvemos locos.

—Nat, pero, ¿qué… —la pregunta quedó inconclusa al ver un objeto filoso en la mano de la chica. Era un pedazo de cristal con el se había hecho varias cortadas en los brazos y las piernas.

—Ven, madre… a jugar…

—Natalia… ¿qué pretendes con eso?

La mano de Natalia se elevó. Su madre dejó caer el encendedor. Oscuridad. El cristal perforó la carne. Al final, una mujer quedó muerta en el piso del sótano. La otra estaba sola.